La reivindicación de los sonidos de la rebelión en clave ensayística. Metal y cuestión nacional para pensar la politización de las juventudes de los sectores populares en los años previos a la insurrección de diciembre.
Emiliano Scaricaciottoli, integrante del Grupo de Investigación Interdisciplinaria Sobre el Heavy Metal Argentino (GIIHMA) y el Seminario Permanente de Estudios sobre Rock Argentino Contemporáneo (SPERAC)
Revuelta, rebelión, revolución, crisis. Signaturas de molde para pensar el momento más neurálgico -seguramente discutible, luego de diciembre de 2017- para mi generación en términos políticos y culturales. Pero bajo el mismo signo: las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron malestaristas. Su giro, irreversible, nos permitió desmitificar, entre otros pactos con lo general (propios de la proxemia que genera la cientificidad en el campo de lo social), que formábamos parte de una generación vacía de lucha, rellena de pastiche. Será por razón de la fuerza o por un berretín espontaneísta que lo que quedó en pie- los que no salvamos del fuego- fue la música de sus calles. Las calles repletas de asambleas, de parias, de lúmpenes, de jóvenes, de apparatchiks, de un humor atravesado por el deseo, incestuoso, la para democracia burguesa, de destruir y matar.
La lengua del 2001 se hizo en tránsito. En el metal argentino se suele olfatear una lengua muerta (alentada por las caída de las plazas liberadas, de los brahamanes del nuevo orden mundial, de los Grandes Relatos, en lo simbólico y en lo imaginario): la nostalgia retromaníaca, y ya no del metal argentino como movimiento de fractura malestarista con lo general (el que a mí me interesa, el de des-regulación) sino del rock argentino ya como un lexema más amplio, nos invade en vibración baja.
Nichos, museos, memoriales, cementerios. La ansiedad de reificar lo dorado es un comportamiento arquetípico. Situar la guerra detrás. Como si el presente fuera una afrenta floral, un adorno de aquella movilización popular que obligó a los partidos de la burguesía argentina a enjambrarse y reinventarse. ¿Quizás el giro derecha estuvo ahí mismo, en esas jornadas de lucha? ¿Quizás allí debiéramos encontrar los elementos inconscientes que hacen de nuestra lengua de guerra en una gramática para la guerra? El tránsito en el plano de la lengua y del sonido que significó el 2001 en el metal argentino quedó plasmado en Se nos ve de negro vestidos. Siete enfoques sobre el heavy metal argentino, primera obra del GIIHMA publicada en 2016 por La Parte Maldita. De alguna manera, esta obra y la creación del grupo fue una respuesta-tardía, no lo sé, juzgar tiempos en los procesos cualitativos es ridículo a esta altura de la guerra- a aquellas experiencias que retroalimentaron al movimiento metalero y a los sujetos sociales/políticos que funcionaron dentro de nuestras filas. El metal de inflexión nacional advirtió que había una guerra de baja intensidad en la Argentina, ya con el desmantelamiento de las identidades flotantes producto de la liquidez del neoliberalismo (en la fase simbólica); ya con el reagrupamiento silencioso de una táctica de abroquelamiento, como cantaba Iorio: “Patria, bandera y sentir nacional” (“Orgullo argentino”, Piedra Libre, 2001). Robar y huir. Robarle todas las banderas a la burguesía, llamar a un “paro general” (Horcas, “Argentina, tus hijos”, Vence, 1999) y aceptar la “Pampa del infierno” (Tren Loco, Ruta 197, 2002) identificando al aparato represivo del Estado y a sus formas jurídicas. Pensar “desde abajo y a la izquierda” como subraya la primera cláusula del último libro ensayístico de Mariano Pacheco (2019) pero sin decirlo. Uno de los grandes problemas que provoca una gramática de la guerra dentro de un movimiento que se asume contra las formas de vida del Estado neoliberal es desemparejar su filiación con los movimientos populares, con los partidos u organizaciones de los trabajadores. Este proceso fue desigual y combinado. Bandas como Tren Loco o Harpoon supieron observar, caracterizar y radiografiar la larga y tortuosa configuración de la lucha piquetera a lo largo y a lo ancho de nuestro país. Serpentor, en esa línea, y como lo señala Ariel Panzini en Heavy Metal Argentino. La clase del pueblo que no se rindió (2018), hizo nido focal en la continuidad de las prácticas represivas de la dictadura a la contemporaneidad. Almafuerte, la banda de la voz más radical (por derecha o por izquierda, no es gravitante su presente) del metal nacional, Ricardo Iorio, también optó por una salida referencial: el llamamiento al Estado benefactor, “…cantando en nombre de Juan Perón”, y apelando puntillosamente a resaltar la necesidad de una orientación para la clase trabajadora instalada en su ruina, el 16 de junio de 1955.
Que nos haya mandado a dormir cuando mataban a Darío en Puente Avellaneda. Que nos haya expulsado de sus conciertos. Que su devenir hiperbóreo esquizoide nos haya obligado al parricidio… ¿A quién le importa? Quienes no traicionamos la lengua para la guerra que supo construir el metal argentino durante el período más oscuro de nuestro país cuando algunos “grandes referentes” del rock argentino cerraban filas en el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, sabemos muy bien que no hay altoparlante -cuando se calla el cantor- más leal y digno para nuestra clase trabajadora que el metal nacional. Por su historia mayúscula, por sus contradicciones. Que este veinte aniversario signifique un presente continuo de guerras para la liberación del campo. popular. Que suene el ácido argentino.
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